Ariel Orduña



Mi nombre es Calixto Ariel Ordóñez Ávila, nací en 1992 en un barrio humilde de la capital de Honduras, en una familia trabajadora que realmente vivía la vida que a Dios le agrada con integridad. Mi padre y mi madre fueron personas comprometidas con la Iglesia y servían a los demás. Ambos eran personas respetadas y muy apreciadas, por eso desde pequeño tenía, como hijo suyo, la responsabilidad de hacer las cosas lo mejor posible. Desde muy pequeño recuerdo esa sensación de tener que hacer las cosas bien, y aunque desde pequeño creía y amaba a Dios, conforme fui creciendo lo malo de mi corazón se desarrollaba de tal manera que para dar la apariencia de ese “hijo bueno” recurría constantemente a la fachada. Daba la apariencia de vivir lo que agradaba a Dios y me acostumbré a mentir para esconder todo lo malo dentro de mí. También el orgullo se fue desarrollando a medida que iba creciendo y me daban responsabilidades en la iglesia, pero en lugar de vivir el Evangelio, que le agrada a Dios de una manera real, recurrí a mostrar la imagen que los demás querían ver.

En la adolescencia esto me llevó a vivir cosas sucias detrás de esa fachada de persona cristiana, cosa que me llevó desde adolescente a estar atado a cosas que no podía dejar. Junto a ello iba creciendo mi propia maldad y mi orgullo que me llevaron a meterme en una pelea, que yo excusaba como defensa de mi familia y el Evangelio, cuando en realidad era por orgullo. Esto ocasionó que tuviéramos que abandonar nuestro país, y aún en estás circunstancias Dios fue fiel y lo usó para traer bueno a mi familia, pero en lugar de ser agradecido por ello yo lo tomé como un castigo. Una vez en España la apariencia que había aprendido a mantener me abrió puertas en la iglesia donde estaba para tener más responsabilidades. La gente veía un cristiano responsable, pero en realidad yo vivía una vida de desfase, rebeldía, desobediencia y de suciedad, haciendo lo que me apetecía. Varias veces me arrepentía de lo que vivía y buscaba cambiar las cosas, pero simplemente no podía con mis fuerzas y mi voluntad, no era suficiente, buscaba cambiar las amistades, buscaba cambiar mis actos, buscaba hacer las cosas como Dios quería, pero mi maldad me podía. En medio de aquel drama conocí a la que hoy en día es mi esposa, ella al principio se fijó en un hombre que amaba a Dios, y se enamoró de la fachada de este hombre. Pero la otra cara de la moneda era un hombre lleno de pecado escondido, egoísta, que buscaba lo suyo y no le importaba llevarse a quien fuera por delante para satisfacer lo suyo, y aún así ella siguió conmigo y nunca me dejó esperando que aquél hombre del que se había enamorado apareciera. Nos casamos y tuvimos un hijo, Dariel. Las discusiones eran constantes, las faltas de respeto eran el día a día y el egoísmo reinaba en casa en el que cada uno buscaba lo suyo. Estábamos engañados pensando que llevábamos una vida cristiana cuando realmente era todo lo opuesto. La gente alrededor pensaba que éramos jóvenes imitables cuando realmente es que teníamos una doble vida muy aparente. Dáriel, nuestro hijo, desde el principio experimentó lo que era el egoísmo de su padre, que muchas veces le daba prioridad a estar jugando con videojuegos en lugar de estar con él y ese egoísmo fue creciendo dañando tanto a mi hijo como a mi esposa y eso causó muchísimo dolor al hogar. Toda esta maldad creció de tal manera que llegó un punto donde era inaguantable. Un día una de esas discusiones desencadenó una ruptura total, mi esposa decidió irse con sus padres. Estuvimos dos meses separados y ya no había solución, yo había dado por muerto al matrimonio y ella al ver que realmente no había solución con el hombre que había prometido tanto y que no había cumplido nada, no vio más remedio que decidir poner punto y final, y esto acordamos con los abogados, darle muerte a nuestro matrimonio.

Pero en medio de esa muerte intervino Dios y decidió traer vida. Mi esposa me propuso ingresar en el Centro Vida Nueva como una última oportunidad para nuestro matrimonio, lo cual yo veía como algo absurdo. A mi manera de ver yo no tenía ningún problema, yo era una persona buena, hasta tal punto llegó el engaño en mi mente y ya había dado por pérdido nuestro matrimonio. Además, me veía muy alejado de Dios, era imposible que algún día pudiera volver a estar cerca, y me había dado por vencido con todo. Alguna vez pensé incluso en quitarme la vida por la amargura y el sin sentido de la vida que habían hecho que perdiera toda esperanza. Había fracasado en todo lo importante, en mi matrimonio, como padre e incluso como hijo. En esta situación había dado marcha atrás a ir al centro hasta tres veces. Pero a dos días de la firma de los papeles del divorcio tuve un sueño que me puso firmemente en el corazón que tenía que entrar en el Centro, y aquello cambió el rumbo de mi vida. El día 9 de octubre de 2020 entré en el centro Vida Nueva y aún sin entenderlo, decidí obedecer lo que había creído. Ahora puedo asegurar que ha sido una de las mejores decisiones de mi vida, el entrar a un sitio que había imaginado como una cárcel, pero donde realmente encontré un hogar. Recuerdo que cuando entré en el centro tuve la sensación de estar rodeado de personas que vivían como en la Biblia, ese libro que tantas veces había escuchado y leído, pero que tan poco había vivido. Yo nací en el ambiente de iglesia, desde antes de nacer había escuchado tantas veces el Evangelio, de tantas personas y en tantas iglesias, pero por primera vez tenía la sensación de estar viéndolo realmente y fue una sorpresa e impacto para mí. También me impactó ver el servicio y el amor de cada uno de los que trabajaban en el centro, como tratando con gente tan perversa y mala como yo, aún así me trataban con tanto amor y con tanto respeto inmerecido. Pero necesitaba mucho más que eso, necesitaba un encuentro real con Dios y esto llegó diez días después de haber ingresado. Durante los primeros nueve días en el centro Dios había ido tratando mi corazón con la palabra de los cultos de cada día en su presencia y los cultos de la iglesia. Esa palabra profunda, pero sobre todo llena de autoridad iba quebrando la dureza del corazón. Yo no entendía cómo Dios podía seguir queriendo hablarme después de todo lo que había hecho, pero aún así seguía enquistado en un profundo y asqueroso orgullo que no me dejaba rendirme, pero ese día, 19 de octubre, fue diferente. Recuerdo que llevaba varios días confinado en mi habitación sin poder salir porque Debido al Covid-19. Escuché el culto y cuando hicieron el llamado, comencé por primera vez a tener conciencia real de todo lo que había hecho, comprendí que yo no era la víctima y que realmente era el culpable, comencé a ver toda la hipocresía y el pecado de mi corazón y a darme cuenta de cómo todo lo malo que me había pasado era culpa mía. Por primera vez estaba viendo mi maldad y comencé a tener temor, habiendo conocido a Dios y habiéndome librado tantas veces de la muerte y del mal, aún así había sido capaz de hacer todas las barbaridades y atrocidades que había hecho. Mi corazón se comenzó a conmocionar y más aún sentí como iban cayendo poco a poco pedazos podridos que había tenido guardados dentro de mí. Era como si mi alma hubiese sido desnudada de repente y ya no tenía donde esconderme de toda mi maldad. Tantas veces había tenido encuentros con el amor de Dios, pero esta tuve un encuentro que necesitaba urgentemente y era con el temor de Dios. Recuerdo ver lo pecador que era y sentir que estaba frente a un Dios santo, todopoderoso e infinitamente fuerte y yo tan infinitamente pequeño. Era como ver una película de todo lo que había hecho y sentía como todo era tan desagradable ante los ojos de Dios; y me sentía tan sucio, y tan vil delante de un Dios santo. Me sentía tan avergonzado, que en ese momento no tuve otra opción sino caer rendido delante de Dios y pedir perdón, arrepentirme de verdad y detestar con todo mi ser todo lo que había hecho en ofensa de Dios. En ese momento experimenté el arrepentimiento más profundo que nunca había vivido y justo cuando eso pasó entonces allí sí que me encontré con el amor de Dios y con su voz diciéndome "eres perdonado, eres hijo, levántate y anda". Ahora ya no necesitaba dar una imagen, solo necesitaba arrepentirme delante de Dios y aceptar su autoridad y en el momento que lo hice fui verdaderamente libre. A partir de ahí, en el centro comencé un proceso en el que Dios me llevó a aprender todo aquello que necesitaba. Tuve que volver a nacer, comenzar de nuevo, renunciando a lo mío, aborreciendo todo el orgullo y toda la supuesta sabiduría que yo tenía, y reconocer que no sabía nada, que no era nadie, que todo lo que supuestamente había sido no valía para nada porque todo era mentira. Me dispuse a hacer lo que nunca había hecho, reconocer que necesitaba ser humilde porque había sido un orgulloso y obedecer, así que poco a poco comencé a obedecer los pequeños pasos que me daban, a escuchar a las autoridades y seguir sus directrices, cosa que nunca había podido hacer, a ver a los demás como mayores que yo e ir día a día confiando en Dios. Comencé a obedecer y cada paso de obediencia era una victoria de Dios en mí, ya no necesitaba dar una imagen, porque no era nadie y la humildad que Dios iba enseñándome cada vez me hacía más libre. Ahora podía confesar mis pecados y no tenía miedo porque el verdadero temor era desagradar a Dios. Y Dios en su increíble misericordia, a través de decir la verdad, restauró mi familia y las relaciones rotas que tenía con mi esposa y muchos otros, y poco a poco comenzó a traer vida y gozo donde antes sólo había desgracia y mal. Dios puso un amor nuevo en mi familia, con mi esposa y con mi hijo, que nunca había habido, un respeto que no conocíamos, una obediencia que no existía y todo eso comenzó a limpiar todas las heridas que durante tanto tiempo había causado. Poco a poco Dios me fue dando victoria sobre mis enemigos y especialmente sobre el mayor enemigo que había sido yo mismo, mi orgullo y mi mentira. A través del ejemplo y consejo de los responsables y los pastores, mi familia y yo hemos aprendido a vivir un evangelio de verdad, no solamente teórico. Hemos encontrado que en la obediencia y en dejar lo nuestro atrás nuestras vidas experimentan libertad, sanidad y poder para hacer lo bueno.

Dos años después de aquel 9 de octubre que ingresé recibí el alta en el centro de la mano de mi esposa y de mi hijo, y de toda una iglesia que ha invertido tanto en nosotros y a la cual estamos inmensamente agradecidos. Agradecidos porque tuvieron esperanza cuando ya nadie la tenía, obraron con amor y firmeza diciéndonos la verdad, mostrándonos el camino y caminando con nosotros. Hoy, cuatro años después, en nuestra familia seguimos viviendo una vida sujeta al consejo y muy agradecidos. Ahora Dios nos ha regalado otra hija, y nuestro hijo crece muy bendecido tanto por el centro vida nueva como por el colegio Evangelista y la iglesia. Somos conscientes de todo lo que Dios nos ha regalado y de que seguimos aprendiendo, nos queda mucho camino por seguir y aprender, pero vemos con esperanza que así como Dios ha obrado, seguirá obrando.

Comentarios